Capítulo 12
LA METODOLOGIA DE INVESTIGACION Y SU ENSEÑANZA
No queremos terminar nuestra exposición sin hacer algunos comentarios generales relativos a la metodología científica y al modo en que conviene desarrollar su enseñanza. El lector habrá podido observar que, a pesar de la rígida temática, hemos tratado de escapar en todo lo posible a los esquemas cerrados, a las fórmulas de engañosa simplicidad, a crear una preceptiva que pudiera convertirse en dogmática. Porque la metodología de investigación no aspira a ser más que una aplicación de los principios fundamentales del método y este, para la ciencia, no sólo no puede ser dogmático sino que debe ser -por el contrario- garantía contra todo dogmatismo. De otro modo estaríamos conspirando contra los propios fines de la ciencia: un conocimiento que intenta ser objetivo pero que reconoce humildemente su propia falibilidad no puede construirse con métodos y metodologías presuntuosamente infalibles.
La metodología, como el conocimiento mismo, es permanente construcción, es creación y actividad, no existe fuera de la investigación viva, del trabajo de la gente preocupada intensamente por conocer y, debemos agregar, no existe tampoco fuera del error, del permanente superar los escollos que los objetos y nosotros mismos imponemos a esa voluntad de conocimiento.
Por eso, si alguna recomendación final debiéramos hacer a quienes se inician en este campo, optaríamos por decir que sólo trabajando es que se aprende. No hay ningún libro, ni éste ni el mejor imaginable, que pueda realizar el milagro de crear de la nada un investigador científico. La metodología por sí sola no tiene ningún valor, ninguna importancia: no es una ciencia por sí misma, es sólo una guía para hacer ciencia. Es cuando intentamos producir conocimiento científico, al investigar de verdad, cuando se nos presentan los problemas de método y es entonces, en todo caso, que puede resultar de utilidad el estudio profundo de la metodología. Ella es como un mapa que podemos consultar con provecho cuando nos sentimos perdidos, como una guía o referencia que nos puede ofrecer información, consejos de valor, hasta el estímulo que es necesario recibir cuando el éxito nos resulta esquivo. Nuestra experiencia docente nos indica que sólo después de cometer muchos errores un estudiante alcanza a comprender las inconsistencias que hay en sus proyectos y puede iniciar trabajos más serios y fundamentados. Por eso no hay que desanimarse ante los intentos frustrados, ante las complicaciones imprevistas, ante los caminos que de pronto muestran no conducir a ninguna parte. Son inevitables.
El papel del docente que tiene a su cargo cursos de metodología tiene que ser, por todo lo anterior, diferente al del que dicta materias puramente teóricas: no se trata, como en ese caso, de exponer y explicar un contenido predeterminado para que los estudiantes lo comprendan y asimilen, sino de iniciar una reflexión que sólo cobra sentido pleno cuando se ejerce sobre la misma actividad a la que está referida, es decir, sobre la investigación. Porque para entender que la metodología no es un simple recetario, para quitarle su carácter manualesco, es preciso discutirla mientras se realiza investigación, en contacto con los problemas y las dudas que surgen durante el propio proceso de creación de conocimientos científicos.
Pero, llegados a este punto, nos encontramos con una dificultad aparentemente insoluble: los estudiantes que toman cursos de metodología no tienen -ni pueden tener- la menor experiencia en trabajos de investigación, porque ellos están iniciando sus estudios superiores o, en el mejor de los casos, están trabajado en sus tesis de grado. A esto se añade otro problema, tan grave quizás como el anterior. Por la limitada extensión que tiene en Latinoamérica la práctica de la investigación científica, y por otras razones que tienen relación directa con la estructura concreta de los estudios superiores, la mayoría de los docentes no han podido realizar más que esporádicamente trabajos de investigación propios. No tienen la experiencia suficiente, por lo tanto, que se requiere para disertar con entera propiedad sobre estos temas, pues carecen de las vivencias que sería necesario transmitir a grupos de jóvenes que no tienen mayores nociones acerca de lo que es investigar.
Otro elemento, que surge de la propia naturaleza del proceso de investigación, se añade lamentablemente a las dificultades apuntadas. Nos referimos al hecho, bastante conocido por docentes y científicos, de que las primeras etapas de todo proceso de investigación son las más difíciles de realizar, las más exigentes en todo sentido. Para plantear adecuadamente un problema más o menos relevante es indispensable tener un amplio conocimiento del tema a abordar; para redactar un proyecto, definir una hipótesis o delinear una metodología apropiada es indispensable manejar un lenguaje riguroso, casi siempre más allá del alcance del estudiante promedio. No sucede lo mismo con las partes más prácticas del proceso, especialmente aquéllas referidas a la recolección y procesamiento inicial de los datos, que pueden ejecutarse -y se ejecutan, en la vida real- por personal de mediana calificación, que debe poseer sin duda ciertas habilidades intelectuales pero que, en la mayoría de los casos, no necesita la experiencia de un verdadero investigador.
No quisiéramos que la mención de todos estos inconvenientes dejara al lector una sensación de pesimismo que de ningún modo deseamos transmitir. Si los hemos apuntado aquí, en este capítulo final que dedicamos en especial a los docentes, es porque de su análisis puede surgir la explicación a mucho de lo que nos disgusta en la enseñanza actual de la metodología y, consecuentemente, pueden encontrarse también los remedios adecuados a tan evidentes males.
La primera recomendación que surge de lo expuesto es que no puede haber un buen profesor de metodología que no sea, en alguna medida, también un investigador. Sabemos que es difícil, en nuestro medio, encontrar los recursos, el tiempo y el apoyo necesarios para trabajar seriamente en este campo. Pero ello no debe convertirse en excusa para asumir una actitud pasiva y complaciente: siempre es posible acercarse a quienes trabajan en indagaciones científicas y colaborar con ellos de algún modo, diseñar proyectos que puedan ser patrocinados por institutos y centros de investigación, ampliar el campo de las lecturas hacia temas de historia de la ciencia que nos transmiten experiencias valiosas de otros investigadores, mantenerse al día con la producción de conocimientos que se realiza en determinados campos de interés. Es importante también aprender a realizar un tipo de lectura diferente, que se concentre en el estudio de los métodos que efectivamente se ponen en práctica en investigaciones particulares.
Las cátedras y departamentos, o los profesores por iniciativa propia, deben tener presente lo que señalábamos acerca de la dificultades iniciales que presenta toda investigación. Por ello será altamente recomendable que sean ellos mismos los que propongan a los cursantes los temas y las líneas de investigación a desarrollar: no hay nada más angustiante para una persona que no posee sólidos conocimientos sobre un área que el desafío de plantear, de una semana para otra, un verdadero problema de investigación. Ello desemboca en pobres resultados que carecen por completo de utilidad y que sólo sirven para frustrar a quienes, en cambio, deberían ser sabiamente estimulados. Aun en el caso de tesistas, que se supone conocen ya los fundamentos de una disciplina, es pertinente que los tutores discutan en profundidad los temas sugeridos, para evitar que se presenten proyectos demasiado ambiciosos, que requieren ingentes recursos o que están planteados de un modo oscuro o confuso.
Hay además otro motivo que contribuye a dar importancia a la recomendación anterior. La historia del pensamiento científico y la experiencia actual de los países que más se destacan al respecto indican con claridad que los buenos resultados en investigación no se improvisan. La ciencia y la tecnología requieren para su desarrollo -es obvio- de un poderoso caudal de creatividad. Pero la creatividad no resulta fructífera si no puede insertarse en una tradición vigorosa, capaz de ir acotando y definiendo problemas, revisando experiencias pasadas, proponiendo nuevos derroteros para una labor que nunca se emprende ab initio, como si se desechara todo el pensamiento anterior. En esta especie de marco que brinda lo que podríamos llamar, con Kuhn, la "ciencia normal", los docentes poseen un papel que resulta decisivo. A ellos les cabe la tarea de ir fijando límites temáticos y criterios de exigencia mínima, así como una labor lenta y constructiva de revisión y actualización de lo que, en cada momento, se va acumulando en diversas especialidades.
Es en la continuada labor académica donde se puede lograr que el estudiante comience el estudio de la metodología procediendo a revisar, de partida, un conjunto de realizaciones paradigmáticas. Donde se propongan no sólo ejemplos sino también áreas concretas de trabajo sobre las cuales, poco a poco, se vayan desarrollando diversas actividades de investigación. Y en este sentido conviene, ante todo, proceder gradualmente analizar con los cursantes diversos instrumentos y técnicas, recoger y procesar datos, en fin, comenzar por ejercitarlos en las tareas que normalmente ejecutan los ayudantes de investigación. Es en cambio contraproducente -y la experiencia así lo indica con claridad- tratar de sumergir a un grupo de estudiantes de pregrado en sutiles discusiones epistemológicas o forzarlos a preparar proyectos de investigación que difícilmente estén en condiciones siquiera de comprender. Con estos métodos de trabajo tan poco pedagógicos se obtienen, por lo general, resultados deplorables: el estudiante aprende la metodología memorizando definiciones y copiando lo que dicen los manuales, los proyectos elaborados carecen por completo de rigor, la epistemología se vuelve un absurdo catálogo de supuestos paradigmas que sólo sirve, a la postre, para complicar lo que ya de suyo es bastante complejo.
Por eso, para concluir, sólo nos cabe repetir lo que ya hemos dicho en ocasiones anteriores: sólo investigando se aprende a investigar, sólo en la práctica se comprende el verdadero sentido de los supuestos preceptos metodológicos y se alcanza a captar la rica variedad de casos que se presentan al investigador real. Creemos que, teniendo en cuenta estas reflexiones, es posible desarrollar una docencia más ágil y más fecunda, que ayude a nuestros estudiantes a producir los nuevos conocimientos que tan urgentemente se necesitan.