Capítulo 9

 

LA CONSTRUCCION DEL MANUSCRITO

 

9.1. ¿Por dónde empezar?

    Quien haya llegado hasta aquí, realizando las actividades que describimos en los tres capítulos precedentes, ya está en condiciones de comenzar a escribir. En teoría, sólo le aguardan algunas dificultades que son inseparables de este oficio y un trabajo quizás fatigoso o lento, pero pocas sorpresas de importancia. La paciencia y la dedicación pueden superar con facilidad tales obstáculos, pues hay que recordar que la redacción científica no persigue hallazgos literarios ni se guía por algo semejante a la inspiración. Simplemente se propone ser clara, directa, facilitadora de la comunicación (v. supra, cap. 1). Pero esto es sólo así en teoría, no en las circunstancias prácticas que rodean generalmente al investigador o al tesista.

    De hecho, según lo indica la experiencia, el momento de comenzar a escribir es siempre conflictivo, cargado de tensión, a veces angustiante. El autor se enfrenta a su primera frase y siente que no sabe por dónde comenzar, que las palabras que anuda trabajosamente no reflejan su auténtico pensamiento, que la tarea es superior a sus fuerzas. Por supuesto, nos estamos refiriendo al tesista o al profesional medio, quien no está habituado a encarar tareas de esta naturaleza ni tiene una práctica constante en materia de redacción. A él, primordialmente, nos dirigimos.

    Ninguna exposición teórica puede resolver los problemas psicológicos que plantea inevitablemente la acción de escribir. Cada persona debe enfrentarlos por sí misma, mediante su trabajo y su capacidad creadora, aprendiendo a conocerse y a dominar las reglas del oficio y del idioma que utiliza. Hay otras cosas, sin embargo, que podemos proponernos aquí: ofrecer un método de trabajo que puede abreviar parte del esfuerzo de quien aprende por sí mismo, despejar los falsos problemas que tantas veces se plantean, orientar mediante sugerencias y consejos a quien no domina las técnicas y no es consciente de las dificultades que se le han de presentar.

    Si ahora, pasando ya a temas más concretos, quisiéramos satisfacer la pregunta que encabeza esta sección deberíamos dar, sustancialmente, una respuesta muy simple: se puede comenzar a escribir por cualquier parte. Partimos del supuesto de que el tesista posee ya los dos elementos fundamentales a los que hemos venido aludiendo: ha recogido un volumen de información suficiente como para abordar el tema que se propone exponer y posee, además, un esquema expositivo o plan de texto que le permite prefigurar lo que habrá de ser el trabajo terminado. En tales condiciones es relativamente indiferente cual sea el punto que se escoja para iniciar la redacción, pues cualquiera de ellos dispondrá de material suficiente para ser desarrollado y podrá luego insertarse lógicamente dentro del plan general de la obra.

    Es cierto que si procedemos a redactar el manuscrito en el mismo orden que seguirá la exposición habremos de obtener algunas ventajas: se hará más fácil lograr el ensamblaje entre las distintas partes que la componen, se evitarán posibles repeticiones, podrá ir viéndose la forma y las dimensiones que toma el trabajo a medida que éste va creciendo. Pero ello no es de mayor importancia si se tiene en cuenta un supuesto, capital para una buena labor de redacción: lo que se está escribiendo en esta primera instancia no es el texto definitivo sino un borrador, una versión preliminar de la obra que está sujeta a inevitables ajustes y revisiones antes de su presentación final.

    Por ello damos la respuesta arriba indicada: teniendo en cuenta lo anterior, es preferible iniciar el trabajo por el punto donde éste resulte más accesible para quien escribe, con lo que se hacen menos sensibles las dificultades subjetivas ya mencionadas. Hay quienes prefieren ir dando forma, desde el comienzo, a los capítulos que componen la exposición teórica inicial; otros optan por redactar primero, de un modo bastante completo, las secciones relativas al análisis; muchos investigadores, por último, sienten mayor seguridad y perciben mejor lo que hacen si comienzan, llanamente, desde la introducción. No hay al respecto normas ni reglas que resulte obligatorio seguir mientras se respeten, como decíamos, los requisitos de poseer información y de haber elaborado un esquema expositivo. Si esto último no se ha logrado, en cambio, nos amenazan algunas dificultades: es posible, por ejemplo, que todo lo que escribamos al comienzo tenga poca aplicación en el momento de la redacción final y que su utilidad se reduzca a la de meros papeles de trabajo, del tipo de los indicados en 8.2; puede suceder también que haya que rehacer varias de las partes primeramente redactadas, pues quizás no se ajusten en forma o contenido al carácter del trabajo final; en fin, sucede también que así las repeticiones o las incongruencias de la exposición sean mayores, multiplicando los esfuerzos que tenemos que realizar al momento de corregir el borrador.

    Hay otra sugerencia que nos gustaría expresar aquí, antes de pasar a estudiar métodos de trabajo más concretos. Ella se refiere a los inconvenientes que suelen presentarse cuando se comienza a escribir un trabajo desde la introducción o desde el prólogo. Si bien ésta es la elección más indicada para muchas personas, por lo que acabamos de decir, ofrece el riesgo de que luego se presente una incompatibilidad entre el principio y el resto del manuscrito.

    La introducción, y en cierta medida el prólogo, son secciones que anuncian al lector lo que habrá de seguir en la obra. En ellas, puede decirse, se formula una promesa, pues se presenta al lector un esbozo del resto del trabajo. Ahora bien, como no siempre es posible cumplir con todo lo ofrecido, puesto que entre el proyecto de un estudio y su realización median inevitables divergencias, es posible que aquéllo que se promete en las páginas iniciales no se concrete en las sucesivas secciones que le siguen. De allí que, cuando se escriba en el orden indicado, resulte tan importante revisar detenidamente el borrador de la introducción o del prólogo, para evitar esas desagradables discrepancias que tan negativamente afectan al lector.

9.2. Métodos de trabajo

    El sistema de trabajo que describiremos aquí puede concebirse como una continuación de la tarea de ordenamiento del material que presentábamos en el capítulo anterior. El mismo consiste, en esencia, en un proceso analítico según el cual el discurso general se divide en partes que agrupan información coherente y éstas, a su vez, se van descomponiendo en unidades menores. Se llega así a delimitar un conjunto de secciones de dimensiones relativamente reducidas que se integran entre sí de acuerdo a un esquema global y congruente. Sobre cada una de estas secciones se comienza, recién entonces, la tarea sistemática de redacción.

    Para trabajar de este modo, por supuesto, es preciso tener una cierta disciplina intelectual, que nos aparte de la tendencia espontánea a escribir de un modo no meditado, sin demasiada consciencia de lo que se hace. Esto último suele traer deplorables consecuencias, salvo en el caso de trabajos muy cortos, de artículos o breves ensayos, donde el autor procede aparentemente como si no se guiara por ningún plan: analiza su problema, va dando forma a sus ideas y luego se lanza a escribir sin mayor transición. No obstante, cuando un artículo o trabajo se realiza de esta forma, es frecuente que luego se aprecien ciertas debilidades, especialmente en cuanto a la pobre organización de sus contenidos. Cuando no sucede así es porque el escritor ha trazado mentalmente su propio modelo expositivo -tal vez hasta de un modo inconsciente- creando, aunque no se lo perciba, una sólida línea que organiza su argumentación. Es casi imposible, sin embargo, proceder de tal modo cuando nos enfrentamos a trabajos largos, complejos, que requieren de un esfuerzo suplementario para alcanzar una presentación coherente y sistemática.

    Para comenzar a escribir, por lo tanto, conviene seleccionar primeramente una sección específica del trabajo, leer toda la información que hay al respecto y, luego, esbozar mentalmente lo que habremos de decir sobre el tema. En otras palabras, debemos prefigurar qué vamos a decir antes de comenzar a hacerlo. Por supuesto, aún dentro de una sección determinada habrá diversas cosas a exponer, muchas ideas que parezcan asaltarnos simultáneamente. Ello crea un nuevo problema, que es posible resolver de diversas maneras.

    Podríamos proceder, para cada punto específico, del mismo modo que hemos recomendado hasta aquí: construir una especie de lista con las ideas que tratamos de comunicar, ordenarlas y recién entonces comenzar a escribir. Este método puede resultar efectivo para muchas personas pero otras, seguramente, lo encontrarán demasiado rígido. Hay motivos para considerar con cierto cuidado esta cuestión, que es en el fondo más importante de lo que parece.

    El trabajo de redacción es una actividad compleja, en la que intervienen diversas aptitudes y esferas del comportamiento humano. Tiene un componente relativamente mecánico, en el sentido de que implica una acción regular, que se ejecuta en gran medida por medio de adecuadas técnicas y destrezas instrumentales; en esto se parece a cualquier otro trabajo en el que haya que definir actividades simples, organizarlas y ejecutarlas en un cierto orden para lograr un resultado determinado. Pero, por otra parte, la experiencia indica que no se puede escribir enteramente así. Al redactar aun la frase más simple ponemos en juego nuestra sensibilidad, nuestro sentido del ritmo, los conocimientos no conscientes que poseemos y muchas otras cosas más. Para lograr que todo esto aflore en forma adecuada -sumándose y no contrarrestando la habilidad técnica ya citada- es preciso que el autor se encuentre en las mejores condiciones espirituales y materiales, que se sienta libre y bien dispuesto hacia la tarea.

    Demasiada indisciplina puede llevarnos a un desorden por completo ineficiente, donde se desaprovechen nuestros esfuerzos por no aplicar elementales procedimientos de rutina; excesiva planificación y organización son capaces de originar una lamentable pérdida de creatividad, haciéndonos sentir como aprisionados por una pauta de trabajo que no nos permite expresarnos libremente. Hay que buscar por ello un punto intermedio entre ambos extremos, un punto que se ajuste a nuestra personalidad, estilo de trabajo y experiencia previa. Tratándose de una cuestión que es en definitiva psicológica y no técnica queda en manos del tesista determinar el método de trabajo que irá concretamente a adoptar. Las recomendaciones, al respecto, no pueden ser más específicas que las que ya hemos hecho; pero lo que queremos resaltar es la importancia de que cada uno busque y experimente, de un modo consciente, hasta encontrar una fórmula que le resulte eficaz.

    Volvamos, otra vez, al momento del inicio de la redacción. Supongamos que se haya elegido, para comenzar, el punto 1.1 de nuestro trabajo, que lleva por título provisional: "Concepto y Antecedentes de la Hidroponia"; la tesis se refiere a la aplicación de esta técnica de producción al caso de una especie en particular pero, en el primer capítulo, el tesista considera oportuno hacer una presentación general del método. Para redactar esta sección, por otra parte, dispone ya de ciertos insumos: algunas pocas citas textuales que piensa intercalar, un breve resumen que ha hecho, una idea central que pretende constituir en eje del capítulo. Ahora, de acuerdo a lo que decíamos más arriba, se le abren varios caminos:

puede construir con todo ello un nuevo esquema -muy abreviado por supuesto- con las ideas que va a presentar, de modo que pueda ir escribiéndolas una a una en el orden que así establezca.

puede escribir de una vez todo lo que se le vaya ocurriendo al respecto, teniendo en cuenta los materiales disponibles, para luego revisar si el orden expositivo es el adecuado, modificándolo si fuese necesario.

tiene la alternativa de escoger alguna vía intermedia entre las dos anteriores: por ejemplo, definir cual será la primera idea a desarrollar, escribirla, pasar a estudiar otra vez el material restante para escoger la segunda idea a exponer y proseguir así, releyendo de vez en cuando lo que se ha escrito, hasta que se agoten las informaciones e ideas que se tengan sobre el punto. [Esta forma de proceder se facilita enormemente cuando se trabaja con una computadora.] De este modo no es necesario elaborar un esquema para cada punto, aunque se va teniendo en cuenta una secuencia lógica que permite ir escribiendo de un modo relativamente ordenado. Este es el método que, no está demás decirlo, sigue casi siempre el autor de estas líneas.

    Llega, después de todo esto, el momento de redactar la primera frase. Y, aunque el lector quizás se sorprenda con lo que ahora vamos a decir, es bueno puntualizar que no se trata de un momento importante. Redactar la primera oración de un trabajo no es más que redactar una entre tantas de las frases que constituirán el mismo. Si no nos damos cuenta de esto y en cambio adoptamos una actitud solemne o temerosa, el comienzo de la tarea se nos hará mucho más arduo. Porque hay que desterrar la idea de que tenemos que ejecutar algo que resulte perfecto desde sus mismos inicios, situándonos en cambio en otra perspectiva diferente: concebir la redacción de un trabajo como algo continuo, que se va haciendo poco a poco, y que sólo puede aspirar a la excelencia después de sucesivas modificaciones.

    Veamos ahora un poco más de cerca lo que se irá haciendo. Hay que comenzar por escribir algunas frases, preferentemente simples y claras, y no dejar que nos interrumpan las dudas prematuras. No preocuparse aún por detalles de forma sino por encontrar lo que se llama un "hilo conductor", un eslabonamiento o secuencia que nos permita ir pasando de una idea a otra de un modo natural, hasta agotar lo que queremos comunicar. Adquirir impulso, podríamos decir, cierto ritmo o nivel de actividad como el que alcanza un deportista después del precalentamiento. Si el lector tiene alguna experiencia en esto de escribir, probablemente estará de acuerdo en que la comparación no es tan arbitraria como parece a primera vista.

    No será ocioso que intercalemos ahora algún ejemplo, para que pueda captarse de un modo más directo lo que decimos. Volvamos al caso de la tesis sobre hidroponia, que mencionábamos párrafos más arriba. Nuestra primera oración bien pudiera ofrecer un concepto básico al respecto, que preparase al lector para más rigurosas definiciones:

La hidroponia es un sistema de cultivo que se efectúa no en un terreno común sino en un medio completamente artificial, técnicamente controlado, que proporciona adecuados nutrientes y soportes a la planta.

    La frase, como apreciará el lector atento, no es todavía perfecta: la definición se introduce de un modo negativo, lo cual no es del todo aconsejable; hay cierta cacofonía que se establece por la proximidad de dos adverbios de modo, "completamente" y "técnicamente"; sería mejor buscar una forma de expresión que no nos obligara a usar el plural "soportes", puesto que en realidad debemos referirnos a ese sustantivo en singular. Pero, a nuestro juicio, la frase es buena, es apta para iniciar un borrador, pues lo importante es ir afirmando las ideas básicas que queremos expresar y no el logro de mayores refinamientos estilísticos. Debe destacarse también como positiva la forma clara y hasta cierto punto impersonal en que se ha elaborado esta oración, [ V. infra, 10.3.3 (y en general 10.3), donde se examinan la persona gramatical y el estilo propio de la redacción científica.] lo cual la sitúa dentro de los modelos aceptables de redacción científica.

    Ahora hay que pensar, según nuestro modelo, en cual ha de ser la idea que continúe la anterior. Examinemos tres alternativas:

a) explicar el origen de la palabra, sus raíces en griego.

b) desarrollar, de un modo más preciso y explícito, el concepto anterior.

c) mencionar las primeras experiencias históricas con cultivos hidropónicos.

    La elección de a) parece bastante lógica, puesto que tiene la virtud de ir exponiendo las cosas paso a paso, para que el lector capte nuestras ideas sin riesgo de confusión. Optar por b) tiene en cambio la ventaja de aprovechar la frase ya construida para pasar, sin transición, a desarrollar el concepto que en ella se contiene. Continuar con c) ofrece en cambio un inconveniente perceptible: después de explicar los antecedentes en materia de estos cultivos habrá que volver, sin duda, a referirse a los contenidos de a) y c); la exposición podrá tornarse un tanto oscura, con el riesgo de que aparezca alguna transición brusca o cierta repetición de contenidos. El tesista, analizando las cosas de esta manera, y de acuerdo a su sensibilidad y a sus intereses, irá definiendo gradualmente el curso de su manuscrito.

    Es indispensable que, mientras así procede, vaya consultando las notas, fichas y datos de que disponga. En el ejemplo que venimos siguiendo es lógico que el tesista ya haya averiguado cuales han sido las experiencias iniciales en hidroponia y que tenga tanto definiciones exactas como ideas precisas respecto a ese sistema de cultivo; debe haber buscado también, por supuesto, qué vocablos griegos dan origen a esa palabra. La importancia de haber clasificado adecuadamente todo el material disponible (V. supra, 8.2) resalta ahora nítidamente: es gracias a esa tarea previa que la redacción puede hacerse fluida y continuadamente, sin la inmensa pérdida de tiempo que significa tener que ir a buscar información a medida que exponemos nuestras ideas.

    Trabajando de esta manera, elaborando párrafos en que poco a poco se vayan plasmando las ideas e informaciones que tenemos, se podrá ir dando término a la redacción del punto que nos hemos propuesto escribir. El tesista revisará sus materiales para observar si han quedado fuera de su texto datos o planteamientos de interés, hasta que así concluya con el borrador de la sección.

    Es bastante frecuente que una parte de la información disponible no resulte completamente apropiada al punto que se está desarrollando, ya sea porque es en sí reiteración de lo dicho o porque no se integre bien al texto que se escribe en ese momento. En el primer caso, si ello ocurre con notas del autor, éste verá de hacer la apropiada síntesis para que no ocurran reiteraciones innecesarias; si se trata de material bibliográfico podrá adoptarse el expediente de poner notas de referencia que remitan a los varios autores que sostienen idénticas o parecidas ideas (V. supra, 4.1). En el caso de que haya una parte del material que no se ajuste, por su contenido, a lo que se está redactando, quedan abiertas tres alternativas: derivar esa información a otros puntos del esquema; abrir nuevas secciones o subpuntos que reorganicen al esquema que se sigue, afinando sus divisiones interiores; desechar el material. Las dos últimas posibilidades siempre deben tenerse en cuenta: no hay que olvidar que en un texto, como ya decíamos más arriba, es imposible trasladar todo lo que se sabe o se ha pensado. Una obra escrita es, en alguna medida, una síntesis de lo que se piensa sobre un tema, no un registro donde se acumula la totalidad de los conocimientos directos e indirectos que se poseen.

    En cuanto al otro problema, la necesidad de reordenar varias veces un esquema expositivo, surge porque la tarea de redacción de una tesis o informe es menos mecánica de lo que parece. A primera vista, y como lo hemos dicho aquí, se trata de verter al escrito los pensamientos, informaciones y conocimientos que se tienen sobre el tema. Pero, en realidad, suceden además otras cosas al escribir: hay conocimientos que tenemos sólo de un modo preconsciente, no explícito, y que afloran cuando tratamos de exponer otras ideas conexas; es escribiendo que -a veces- recién se comprende plenamente lo que sabemos, lo que queremos transmitir (v. infra, 9.3.3). Por ello, como lo hemos sostenido con reiteración, todo esquema, proyecto o plan de texto es sólo una guía, una orientación provisional, no un molde definitivo e infranqueable.

    Permítasenos hacer dos observaciones más antes de pasar al siguiente punto de este capítulo. La primera de ellas se refiere a la calidad formal de lo que se vaya redactando: ya hemos señalado que en un primer borrador este aspecto no es de gran importancia, pues sobre dicho manuscrito habrá de ejercerse luego una exigente tarea de depuración. No obstante, como se comprenderá, la revisión del texto será más cómoda y expedita si el borrador se construye con un cierto cuidado, atendiendo a algunas normas mínimas de redacción. Entre ellas tenemos:

concordancia gramatical

apropiada puntuación

oraciones claras, no excesivamente largas o rebuscadas

vocabulario preciso y no repetitivo

uso uniforme de la misma persona gramatical

    Queda a elección del autor el nivel de exigencia que, con respecto a cada uno de estos aspectos, defina para su primer borrador. Las personas familiarizadas con el oficio de escribir pueden superar con facilidad los problemas más elementales de redacción aún en esta primera etapa, dejando para las revisiones posteriores menos puntos a resolver; quien, en cambio, se atormente por los problemas del lenguaje, procurará en principio elaborar un manuscrito básico, donde aparezca todo lo indispensable y al cual -con más paciencia- se le dé luego forma definitiva. De todas maneras, situándonos más bien en este último caso, hemos dejado para el siguiente capítulo (V. 10.2) una exposición suficientemente detallada de estas cuestiones.

    La segunda observación que debemos hacer se refiere al denominado aparato crítico del texto. Este consiste (V. supra, 4.1) en un conjunto de notas que nos remiten a los autores de las citas y a las obras que se toman como referencia para lo que se escribe. Es conveniente ir apuntando ya, mientras se redacta, las notas que luego se incluirán en el texto. Por supuesto, no es práctico hacer esto al pie de cada página, por obvias razones de economía de tiempo. Una solución aceptable es escribir, en hoja aparte a la del borrador, la secuencia de notas que se irá intercalando, marcando el texto principal con las llamadas correspondientes.

    Tales anotaciones pueden hacerse en forma abreviada, taquigráfica casi, si se poseen las obras que se citan o se han elaborado ya fichas completas y claras. De este modo procedía quien escribe este texto: al final de un párrafo, por ejemplo, hacía una llamada, poniendo entre paréntesis un número que indicaba el orden de la nota a realizar. En hoja aparte anotaba, después de ese mismo número, algo así como:

"(7) Sell., 211. tamb. Goode y H.".

    Luego desarrollaba tal apunte del modo adecuado, señalando en este caso:

(7) Selltiz et al., Op Cit., pág. 211. Es oportuno consultar también, para este punto, a Goode y Hatt, Op.Cit.

    En la actualidad, sin embargo, y gracias a las facilidades que otorgan los procesadores de palabras electrónicos, prefiero intercalar directamente la cita en el texto, mediante el uso de algún símbolo convencional, para luego dejar que el procesador automáticamente las numere y las coloque al pie de la página, una vez cuidadosamente revisadas.

    Vale la pena advertir que es muy importante ir haciendo las anotaciones correspondientes al aparato crítico del trabajo mientras se redacta el borrador, no dejando toda la tarea para el final. Son tantos los detalles y las informaciones que hay que tener en cuenta que, si no se hace así, se corre el riesgo de enfrentar luego una tarea ímproba, capaz de hacernos sentir en medio del más desagradable caos intelectual. En trabajos breves, donde se hacen pocas citas o referencias concretas, puede procederse por supuesto con mucha mayor libertad.

    Hemos mostrado, en esta sección, un modo práctico de ir redactando cada una de las partes que luego se integrarán para dar forma a nuestro texto. El autor procederá así, escribiendo las sucesivas secciones y capítulos, hasta que concluya con el desarrollo del plan que se ha trazado. Luego, ya en posesión de este borrador general, podrá acercarse a la importante tarea de revisar su manuscrito. Pero, antes de abordar la explicación de esa nueva etapa, veamos otros problemas de suma importancia que frecuentemente se presentan al momento de escribir.

9.3. Problemas, técnicas, procedimientos

    El método que hemos delineado en la sección precedente es un sistema de trabajo que permite ir resolviendo poco a poco los problemas de organización de un manuscrito, con lo que se facilita considerablemente la tarea de escribir, especialmente en el caso de tesis y otras obras de envergadura. Pero de ninguna manera pretende explicar detallada y completamente todas las operaciones mentales y físicas que ejecuta una persona cuando realmente está escribiendo. Ello sería prácticamente imposible -dada la complejidad y diversidad de esas múltiples operaciones- y a la postre de poca utilidad: para escribir de un modo correcto y fluido, sin desperdiciar nuestros esfuerzos, es preciso hacer la experiencia personal, asumir la tarea concreta poniendo en juego todas nuestras facultades. Es necesario ir conociendo y desarrollando nuestras aptitudes, ser conscientes de las limitaciones que tenemos e ir aprendiendo con cierta humildad de los errores propios y de los modelos que nos proporcionan los demás.

    Para facilitar la tarea de quien se inicia en este oficio de escribir -tan arduo como apasionante- hemos creído conveniente hacer referencia a una serie de aspectos concretos que son indesligables de su práctica. Nos ocuparemos primero de los problemas típicos que suelen experimentar quienes se inician en estas labores, pasando luego a considerar las condiciones concretas de su ejecución. Por último, para cerrar el capítulo, hablaremos de la dinámica general de este proceso de trabajo, destacando la forma en que el mismo suele experimentarse subjetivamente. Antes de hacerlo, permítasenos repetir una vez más que todo lo que a continuación aconsejamos debe ser probado y ensayado por el lector para así poder ajustarlo a sus necesidades, capacidades e intereses.

9.3.1. Obstáculos más Frecuentes

    A través de muchos años hemos escuchado infinidad de lamentaciones de estudiantes y profesionales que han llegado a percibir negativamente la tarea de escribir: hay quienes la aborrecen porque se erige en un obstáculo casi insuperable ante las metas propuestas; otros que la consideran como un inevitable fastidio, del cual hay que apartarse lo más pronto posible. Todos, prácticamente, reconocen y aceptan la importancia que posee escribir de un modo correcto y comprensible pero, en última instancia, se consideran incapaces de desarrollar mayor habilidad al respecto. Como esta última afirmación se basa, creemos, en una falsa premisa, conviene que examinemos con más atención el problema.

    Cualquier persona con un nivel cultural medio y una práctica suficiente está en condiciones, sin duda, de redactar claramente y sin errores. Es cierto que sólo pocos pueden aspirar a alcanzar las cimas de la auténtica creación literaria, y que no todo el mundo posee especiales aptitudes para disfrutar naturalmente escribiendo. Pero no se trata de eso, lo decimos una vez más, sino de dominar un oficio, un modo de expresión organizado que permita una comunicación sin interferencias, tan indispensable en la vida profesional y académica. Lo que sucede es que muchas veces se atribuyen a la falta de aptitudes y de un "don" especial los problemas que, en realidad, surgen de más pedestres orígenes. Son elementales carencias técnicas y debilidades conceptuales básicas las que producen la mayoría de las dificultades que confrontan los nóveles tesistas. Lo grave es que a veces éstas no se superan a lo largo de toda una vida profesional, aun cuando ella sea brillante en otros sentidos.

    Echemos entonces un vistazo a los síntomas concretos de quienes confrontan problemas aparentemente insolubles al escribir, para trazar un diagnóstico que nos lleve a prescribir lo más adecuado ante cada una de las fallas que se encuentren.

    Un primer caso es el de aquéllos que se sienten incapaces de escribir porque "no se les presentan las ideas, no se les ocurre nada", a pesar de que -se supone- tienen mucho que decir. Nuestra experiencia indica que, salvo algunas excepciones, lo que sucede en definitiva es que el autor no ha madurado sus ideas. El estudiante cree que sabe lo que va a escribir pero, ante la hoja en blanco, comprueba prácticamente que no tiene nada concreto de qué hablar. Lo que ha ocurrido es que se han confundido cosas que en el fondo son bastante diferentes: no es lo mismo poseer intuiciones, sensaciones y apreciaciones nebulosas sobre un tema que tener ideas o conceptos claros al respecto. La distancia es grande, especialmente cuando el propósito que se persigue es poner el pensamiento por escrito. Entonces se percibe la diferencia, cuando tratamos de construir una oración coherente sobre algo que no dominamos en nuestro entendimiento.

    A veces el problema no es tan grave: se trata simplemente de que no hemos sistematizado nuestro conocimiento, no poseemos claridad respecto a los conceptos básicos, no sabemos qué se ha dicho o se dice hoy sobre el tema del trabajo. La solución, ante eso, es muy sencilla. Hay que estudiar, informarse, hacer esquemas con lo que se va aprendiendo, familiarizándose con la terminología y desplegando otras actividades semejantes que tienen como eje una lectura asidua y reflexiva.

    Otro inconveniente que suele presentarse es que, al comenzar a trabajar, se siente que todas las ideas giran simultáneamente a nuestro alrededor. Pareciera que, como en una diabólica paradoja, el propio exceso de material fuese el que nos impide escribir. En tales condiciones, comprensiblemente, no es fácil decidir por dónde empezar y sobreviene de ese modo una especie de parálisis, una incapacidad para producir que perturba al estudiante o investigador. La solución que muchos buscan sólo aumenta las dificultades existentes: se comienza a escribir, finalmente, sobre cualquier aspecto del problema, pero al cabo de poco tiempo se comprueba que el producto de nuestros esfuerzos es pobre, refleja malamente los conocimientos que poseemos, exhibe debilidades que resultan demasiado evidentes.

    Lo que ocurre en estos casos es muy simple, y puede remediarse con relativa facilidad: estamos ante la ausencia de un buen esquema expositivo, de un hilo conductor claro que nos organice el discurso. Sobre este punto habría que detenerse antes de pasar a escribir. No se trata de que se posean pocas o muchas ideas respecto a nuestro tema, de un problema cuantitativo; se trata de organizar o estructurar lo que se va a decir, de tener un armazón o esquema expositivo que nos sirva de referencia para ir considerando las ideas una a una, no todas simultáneamente. Para el examen detallado de este problema remitimos al lector al capítulo precedente.

    A veces la dificultad es otra, no atribuible a la insuficiencia ni a la falta de sistematización del contenido a transmitir. El tesista ha resuelto ambos aspectos, pero el resultado está en desproporción con el esfuerzo realizado: se pasan muchas horas trabajando sin que a la postre se vea algo tangible, se comienzan una y otra vez los mismos borradores, lo poco que se produce carece de solidez o de buena presentación. Estos síntomas constituyen lo que llamaremos una falta de eficiencia, un rendimiento práctico muy bajo en comparación con el empeño puesto en la tarea. Puede obedecer, si se lo examina más detenidamente, a varios factores diferentes.

    Una primera causa de la poca eficiencia al escribir suele ser, sencillamente, el pobre manejo del idioma. Si no conocemos las reglas básicas de ortografía y puntuación, si no prestamos atención a la concordancia gramatical de las oraciones y tenemos -además- un vocabulario escaso, difícilmente podremos escribir con un mínimo de soltura. Debe el lector autoexaminarse al respecto, honestamente. Si encuentra que tiene algunas fallas en cuanto a lo apuntado lo mejor es que consulte manuales de redacción y textos de gramática apropiados. Otro consejo valioso es leer más, no ya prestando atención sólo a las ideas, sino observando con cuidado las formas que los distintos autores usan para expresarse. No es preciso ser selectivos en cuanto a la temática de lo que así se lea pero tendrá importancia, en cambio, buscar obras originales -no traducidas- de escritores que hayan ganado un merecido prestigio por su excelente estilo.

    Otro obstáculo que suele oponerse a un buen rendimiento en la tarea de escribir es la actitud a la que suele dársele el nombre de "perfeccionismo". Ella se expresa en una tendencia a la revisión compulsiva de lo que se va redactando de tal modo que el autor, luego de elaborada su primera frase, vuelve una y otra vez sobre la misma, siempre ligeramente disconforme. Por este camino, lo advertimos, se llega muy rápidamente a una especie de inacción totalmente improductiva. Suele suceder (V. supra, 9.2) que precisamente las primeras oraciones que se escriben sean las que exhiben una calidad menor: el autor no ha adquirido todavía ritmo, se siente aún como extraño a la tarea, no actúa con desenvoltura al usar el lenguaje. Esto es algo perfectamente natural, al punto de que nos atreveríamos a afirmar que le sucede a casi todas las personas. El remedio es evidente: seguir hacia adelante hasta que se logra soltura y seguridad en lo que se hace, sin volver hacia atrás, avanzando en la redacción del manuscrito. Ya habrá tiempo para concentrarse en la tarea de revisión, concebida como una etapa independiente, y podrá incluso llegar a desecharse, sin mayor trámite, aquella parte inicial de un escrito que fue realizada cuando todavía no estábamos en las mejores condiciones intelectuales para hacerla. Como este problema del perfeccionismo se relaciona muy directamente con la actitud emocional que adoptemos al escribir conviene que el lector interesado consulte la sección 9.3.3, en la que abordamos más detenidamente este asunto.

    La eficiencia en cualquier actividad humana depende en gran medida de la experiencia,de las condiciones materiales en que se desarrolla y de la forma en que se la programa. La redacción científica, por cierto, no escapa a estos condicionamientos. Por ello es lógico que escriban con más fluidez y de un modo más organizado las personas que dedican un esfuerzo considerable a la tarea, que no lo hacen de un modo esporádico sino sistemático y que tratan de aprender de sus propios errores. Del mismo modo, escriben con más eficiencia y obtienen mejores resultados quienes encuentran condiciones apropiadas para hacerlo y se organizan del mejor modo posible. Dada la importancia que tienen estos aparentes detalles dedicaremos el punto siguiente de este capítulo a examinarlos con mayor atención. Pero antes de hacerlo hablaremos de otro obstáculo, también importante, que se alza a veces entre el investigador y las metas que se traza.

    Hay ocasiones en que el autor de un escrito lo da por terminado pensando que ha logrado realizar una obra de suficiente calidad; al poco tiempo, sin embargo, las personas que lo examinan -y hasta eventualmente el mismo investigador- descubren que el texto está plagado de múltiples errores, tanto de forma como de contenido. Las sorpresas de este tipo, como se comprenderá, resultan muy desagradables. Cuando se producen tales situaciones pueden existir, en realidad, dos variantes: a) que el autor comprenda inmediatamente que ha cometido ciertos errores, atribuibles al descuido o cosa semejante; b) que recién en el momento de la crítica o de la exposición se entere de que tales o cuales aspectos de su trabajo eran equivocados o deficientes.

    En el primer se trata de un descuido, sin duda, pero de un descuido realmente imperdonable: por no dedicar dos o tres días a la revisión cuidadosa de un texto se ha producido una mala impresión -como todas, difícil de borrar- que empaña la labor de meses o años dedicados a la investigación. Dada la importancia de este problema le dedicaremos un capítulo íntegro, el número diez, al que nos remitimos.

    En el segundo caso lo que sucede, si se quiere, es todavía más grave, puesto que no se tiene conciencia de que hay ciertos elementos, deslizados inadvertidamente en el trabajo, que resultan desacertados o fallidos. En tales circunstancias es necesario hacer un balance que permita identificar cuáles son los problemas que más directamente nos aquejan, determinando si ellos son metodológicos o de expresión, si se refieren a la redacción, la ortografía, la presentación de datos o a otros aspectos. Una buena recomendación, cuando esto sucede, es comparar nuestro trabajo con obras cuya calidad quede más allá de toda duda. La consulta de buenos textos pedagógicos y el consejo oportuno de expertos y profesores es también, naturalmente, un aporte valioso para el tesista.

9.3.2. Condiciones y Estilo de Trabajo

    La redacción científica, como tantas otras actividades, procura la obtención de resultados concretos. Por ello requiere de un marco propicio para su desenvolvimiento: hay condiciones materiales y espirituales que favorecen un alto rendimiento, hay hábitos y técnicas, a veces referidas a aspectos de detalle, que facilitan inmensamente la labor. Un grupo de factores tiene directa relación con el ámbito, la forma y los instrumentos que se utilicen, con la disciplina y el estilo de trabajo adoptados. A ellos nos referiremos en esta sección, dejando para la próxima los elementos que más directamente se vinculan a los sentimientos y actitudes que se tienen frente a la tarea, así como las consideraciones relativas a la dinámica general del proceso.

    Quien emprenda la redacción de una tesis o de algún otro trabajo de dimensiones amplias debe saber que inicia una actividad probablemente prolongada, que hay que enfrentar -consecuentemente- con método y organización. No es posible escribir doscientas páginas sobre un tema sin adoptar alguna disciplina, sin algún orden que haga más fructífero nuestro empeño. El primer consejo al respecto ya tiene más de dos milenios: conocerse a sí mismo. En una labor creativa como ésta de poco puede valer la disciplina impuesta, el ritmo de trabajo que no respete las inclinaciones subjetivas de quien lo realiza. Se trata, en definitiva, de adquirir una razonable autodisciplina y de encontrar los medios que resulten más apropiados a nuestra peculiar forma de hacer las cosas.

    Entrando ya en materias más concretas consideraremos, como primer punto, lo que se refiere a los horarios de trabajo. Ya hemos explicado que la redacción va haciéndose más fácil a medida que nos introducimos, por así decir, en la propia tarea: al principio, hasta que no logramos un adecuado nivel de concentración, es posible que nos sintamos lentos, entrabados por impedimentos diversos, sin fluidez en nuestra prosa. Pero, al cabo de un cierto tiempo, gran parte de estos obstáculos desaparecerán y la labor se irá haciendo con más facilidad y soltura. Después, por supuesto, emerge poco a poco un nuevo factor: la fatiga intelectual. Ella nos va restando impulso hasta que al final conviene abandonar el trabajo, puesto que los resultados van haciéndose gradualmente más pobres en relación al esfuerzo desplegado.

    Este proceso, en mayor o menor grado, afecta a todos por igual, no importa qué experiencia o talento personal se posea. Lo que varía grandemente es el tiempo efectivo en que se desarrolla: hay quienes no pueden escribir con eficiencia más que dos o tres horas al día, quienes lo hacen sin detenerse durante largos períodos y quienes -como el autor de este libro- trabajan durante horas y horas a condición de intercalar innumerables breves pausas. Hay también escritores diurnos y nocturnos, que fuman, comen, o que beben café, que toleran el ruido o prefieren un fondo musical, que necesitan mayor o menor comodidad, luz y espacio.

    No tiene sentido que nos dediquemos a teorizar sobre tan prácticos detalles: cada caso es individual, personalísimo, sujeto a la experiencia que se adquiere mediante el ensayo y el error. Como recomendaciones generales, por lo tanto, sólo podemos presentar las siguientes:

Destinar un lapso de tiempo suficiente a la tarea, de modo de poder superar la primera fase, poco eficiente, y llegar a un adecuado estado de concentración y de dominio de lo que se hace. No tiene sentido comenzar a escribir algo si se sabe, por ejemplo, que a los pocos minutos tendremos que abandonar el trabajo, puesto que hay otro compromiso que nos reclama.

Efectuar una exploración personal para ir conociendo en qué condiciones nuestro rendimiento es mayor. No tratar de forzarnos a escribir a ciertas horas o durante ciertos períodos sino al contrario, procurar establecer primero qué es lo que mejor se ajusta a nuestra disposición y luego convertirlo en hábito de trabajo. De este modo se estará mejor preparado para la realización de obras largas, que requieren de una disciplina regular y de un esfuerzo repetido a lo largo de muchas sesiones.

    En cuanto a las condiciones físicas de trabajo tampoco es lícito que hagamos aquí generalizaciones. Es conveniente, como se entenderá, disponer de un espacio apropiado donde podamos tener nuestros papeles e instrumentos de trabajo; es también obvio que debemos controlar las interferencias ambientales que puedan afectarnos, como la presencia de otras personas, los sonidos que nos llegan, la luz, etc. En relación a todo esto, repetimos, lo fundamental es tomar conciencia de cuáles son las condiciones que personalmente nos resultan más idóneas y, luego de ello, reconocer la importancia de ir construyendo un entorno grato y adecuado, no desdeñando estos aspectos prácticos como si fuesen de poco valor.

    Queda por último otro aspecto a considerar, cuya importancia no puede omitida. Nos referimos a los instrumentos de trabajo. Desde el clásico lápiz hasta el procesador de palabras existe hoy toda una gama de alternativas que el autor debiera experimentar, para comprobar las ventajas y limitaciones de cada herramienta a su alcance. Los modernos medios técnicos han abierto la posibilidad de incrementar enormemente la velocidad de nuestra escritura, reduciendo el esfuerzo puramente mecánico de la tarea y haciendo que se acorte la brecha que media entre la rapidez de nuestro pensamiento y la parsimonia de nuestra mano. Pero cada innovación requiere también de un costo, que se manifiesta en un esfuerzo de adaptación que hay que realizar para llegar a dominarla. Por eso es conveniente que el autor ensaye con los diversos medios existentes, desterrando prejuicios y nociones tradicionales y buscando por sí mismo la forma más adecuada a su estilo e intereses.

    La experiencia indica, por otra parte, que las nuevas tecnologías resultan particularmente útiles cuando es mucho el volumen de trabajo, si se intenta hacer de la redacción algo más que un pasatiempo o una tarea esporádica, y cuando se necesita procesar gran cantidad de datos numéricos y verbales. En tales casos, sin duda, las ventajas del procesador de textos sobre el tradicional lápiz o la máquina de escribir resultan claramente perceptibles.

    El libro que el lector tiene en sus manos, por ejemplo, ha sido enteramente escrito por medio de un computador personal, gracias al cual hemos hecho la tarea más rápida, precisa y agradablemente. La primera edición, aparecida en 1987 y conservada en diskette, pudo ser revisada y ampliada varios años después, a fines de 1993, sin mayores dificultades, gracias a la comodidad que ofrecen los procesadores de palabras para efectuar las siguientes tareas:

1) Borrar e intercalar nuevos contenidos en un texto ya escrito.

2) Mover partes de un escrito, que se marcan previamente, dentro del texto general.

3) Agrupar y reagrupar escritos diversos -fichas, resúmenes, partes de trabajos previos, etc.- dentro de un nuevo texto que los incorpore organizadamente.

4) Intercalar citas a pie de página.

5) Encontrar sinónimos mientras se está escribiendo.

6) Realizar una revisión ortográfica primaria.

7) Calcular las dimensiones del texto final.

    Por todas estas razones, y porque además así se evita el lento proceso de mecanografiar una y otra vez los borradores, es que recomendamos sinceramente utilizar procesadores de palabras para escribir tesis y, en general, todo tipo de materiales científicos, desde las tradicionales fichas hasta los cuadros estadísticos y gráficos que aparecen en muchos trabajos. Quien use regularmente computadoras podrá ir organizando sus ficheros de un modo sistemático y claro, dentro de directorios de trabajo creados al efecto, y podrá utilizar esta información rápidamente, en cualquier momento, sin tener que revisar enormes cantidades de papel. Del mismo modo podrá crear y procesar también archivos numéricos -a través de las denominadas hojas de cálculo- fácilmente incorporables al resto de la información verbal. Los trabajos ya realizados, además, podrán ser revisados o modificados para otras presentaciones, pudiendo sintetizarse varios de ellos en un texto mayor o utilizar partes independientes de los mismos según los diversos propósitos que surjan en cada circunstancia.

    Es también mucho más útil de lo que parece dedicar algunas semanas al aprendizaje de una solvente capacidad mecanográfica. No se trata, por supuesto, de adquirir la pericia de un auténtico experto en la materia, sino de una destreza básica, meramente instrumental, que nos independice de la engorrosa necesidad de tener que acudir siempre a otros para que pasen en limpio nuestros manuscritos. En este caso, como la persona encargada de hacerlo difícilmente domina nuestro tema, se suelen incorporar al texto una cantidad de errores nuevos, producto del desconocimiento de la materia tratada. Es también mucho más ágil, como se entenderá, que sea el propio autor quien prepare los documentos que produce. Lo mismo ocurre cuando se trabaja con computadoras: de nada vale que nuestro procesador tenga una capacidad de procesar millones de instrucciones por segundo si a nosotros nos lleva largos instantes de duda encontrar el sitio que tiene cada letra en el teclado que tenemos que manejar.

    Debe hacerse además una recomendación que tal vez parezca trivial a algunos lectores: cuando se escriba a mano o a máquina es conveniente utilizar siempre una sola cara del papel y no ambos lados. Ello facilita enormemente la posterior labor de lectura y corrección, pues permite una más clara apreciación de lo escrito y el "montaje" físico de diversas secciones del trabajo, mediante el simple procedimiento de recortar y pegar sus partes. Cuando se escribe a máquina es recomendable hacerlo a doble espacio (o a espacio y medio) pues así se aligera la lectura y se hace menos engorroso el agregado de las indicaciones que siempre hay que colocar al texto. Cuando se trabaja en computadora, como ya lo mencionamos, estas tareas pueden hacerse generalmente sobre la pantalla, sin necesidad a recurrir a más de una o dos impresiones del texto.

9.3.3. Actitudes y Dinámica de Trabajo

    Tan importantes como las condiciones materiales, de las que hablábamos en la sección precedente, son las apropiadas actitudes que el tesista desarrolle ante su trabajo. La tarea de escribir es compleja, y requiere de variadas cualidades para su feliz realización. Ya hemos dicho que en el caso de la redacción científica no es preciso poseer las dotes especiales ni a la peculiar sensibilidad que caracterizan al literato, sino algo bastante más modesto: un conjunto de aptitudes que hay que desplegar para construir una exposición clara, coherente y completa. Ellas dependen, en gran medida, de la forma en que se aborde la tarea, del modo en que el investigador se sitúe ante el trabajo que se ha propuesto realizar.

    Una primera recomendación en este sentido es tener confianza en sí mismo. No se trata de dejarse arrastrar por alguna euforia sin fundamento sino de entender que cualquier persona con un mínimo dominio del lenguaje, que trabaje ordenadamente y que tenga un mensaje a comunicar, puede redactar un escrito científico sin que se le presenten problemas insalvables. Si se asume este principio básico será relativamente sencillo, luego, superar los inconvenientes que se vayan presentando: ellos serán vistos como dificultades técnicas o expresivas concretas, quizás como debilidades propias de la investigación que sólo ser perciben al tratar de transmitir sus contenidos, pero no como trabas interiores, espirituales, que el autor no pueda superar.

    Hay que actuar pues sin complejos, sin una timidez exagerada, dado que miles de personas ya han culminado con éxito esfuerzos semejantes. Hay que comprender que nadie nos está exigiendo una obra monumental, un hito en la historia de la ciencia, sino un trabajo que posea -simplemente- una buena calidad intelectual. A veces es el propio estudiante el que, por paradójico que resulte, se convierte en el peor censor de sí mismo. Al pretender escribir una tesis que sea una especie de compendio de todo el saber existente o que supere las creaciones anteriores del pensamiento universal se llega a un resultado desafortunado: ni se ejecuta una tesis grandiosa ni se elabora tampoco un trabajo corriente y aceptable; la tarea frecuentemente se va postergando y, a veces, no se la concluye nunca.

    Es preciso recordar una vez más que el saber de la ciencia es acumulativo, que se desarrolla lentamente y que de nada valen las intuiciones grandiosas si no se soportan sobre la base de los humildes hechos concretos. Por ello debemos agregar que la confianza en sí mismo que posea un autor debe ser complementada con una clara conciencia de las propias limitaciones.

    Esta última recomendación es especialmente importante en cuanto a los propósitos generales del manuscrito, los cuales están estrechamente relacionados con la temática y objetivos del trabajo (V. supra, 6.2, 6.3 y cap. 7). Pero, en cuanto a otros aspectos, es preferible actuar con seguridad, trabajando con confianza en la investigación, buscando en lo posible un estilo y una forma de expresión que nos resulten propias. Es mejor proceder así -aunque siempre hay que consultar los modelos que nos proporcionan otras obras y recibir oportunas asesorías- que dejarse guiar por una inseguridad que nos lleve a la copia sin imaginación, a la repetición de lo que ya se ha dicho, a una manera de expresarse chata y sin estilo propio.

    Ya hemos advertido contra el llamado perfeccionismo, actitud excesivamente severa hacia nosotros mismos que nos encamina generalmente a la impotencia. Es comprensible y hasta recomendable que todo autor procure realizar un trabajo lo mejor posible. Pero, más allá de cierto punto, hay que transigir siempre en alguna medida con nuestras limitaciones y entender que ninguna obra humana puede estar absolutamente libre de errores. No sólo nos referimos a la redacción en sí misma, como ya apuntábamos más arriba (v. 9.2), sino a diversas restricciones generales que hay que admitir en un trabajo:

No siempre será posible leer toda la bibliografía existente sobre un tema, especialmente con la infinidad de publicaciones que existen actualmente sobre cualquier materia.

No es posible proseguir indefinidamente la búsqueda de datos pertinentes a nuestro problema: en algún momento será preciso detenerse y, luego de hacer un balance, decidir si ya tenemos información suficiente como para pasar a redactar la tesis o el trabajo.

En cuanto a la redacción, ya lo decíamos, es prudente trabajar en dos o más etapas: la primera de ellas para elaborar el manuscrito preliminar, con el objeto de construir un texto básico -preferiblemente completo- que recoja en su orden debido todas las ideas fundamentales, aunque carezca todavía de un buen estilo y posea errores de diverso tipo; la segunda -y subsiguientes- destinadas a la revisión, donde se irán haciendo sucesivas correcciones hasta que el trabajo se dé por terminado (V. infra, cap. 10). En este sentido también, como luego veremos, hay que poner un límite al afán de perfeccionamiento, ya que de otro modo nunca podríamos entregar el trabajo para su discusión.

    Otra cualidad indispensable para quien escribe es la concentración. Aunque lo anterior parezca obvio permítasenos decir algunas palabras al respecto. Cuando se está escribiendo es preciso tomar en cuenta una multitud de elementos a la vez: hay que tener presente la idea principal del párrafo, la estructura gramatical de la frase que se está construyendo y buscar, simultáneamente, el vocabulario apropiado a lo que se quiere decir; mientras tanto habrá que prestar atención también a la parte mecánica de la tarea y no olvidar las reglas ortográficas y de concordancia. Probablemente haya que tomar en consideración también algunos otros elementos: la forma en que la presente oración se enlaza con la anterior y con la que habrá que seguirle, cierto ritmo o armonía que vaya surgiendo del texto, el cuidado por no repetir palabras o giros que hacen monótono el discurso. Es claro que muchas de estas actividades el intelecto las realiza, por así decir, de un modo automático o poco consciente. Pero eso no niega en absoluto la necesidad de concentrarse en la tarea: al contrario, ello es imprescindible para coordinar tantas cosas como hay que tener presentes de un modo simultáneo. De aquí que sean en verdad tan importantes las recomendaciones prácticas sobre el estilo de trabajo que mencionábamos en el aparte anterior.

    La elaboración de cualquier obra, pero especialmente de aquellas que tienen dimensiones considerables, implica un proceso de trabajo que va atravesando por diferentes etapas que siguen una dinámica peculiar. No nos referimos ahora a las fases o actividades de la investigación en sí, tal cual las mencionábamos más arriba o se exponen en los textos de metodología (v supra, 5.1 y cap. 8). Estamos pensando más bien en la labor de redacción y de presentación final de nuestras ideas, en la dinámica que permite que el investigador vaya plasmando su pensamiento y exponiendo los datos que lo sustentan.

    Hay una primera etapa, quizás la más difícil, en que hay que disponerse a escribir. No se trata solamente de haber acumulado suficiente información, de poseer ideas claras o de disponer ya de un esquema expositivo. Hay algo más, una cualidad de espíritu, si se quiere, que es preciso alcanzar. Es necesario prepararse mentalmente, tomar conciencia de que hemos de soltar las amarras e iniciar un trayecto intelectual para el cual hay que tener el ánimo bien dispuesto. La metáfora de un viaje, como símil de la realización de un trabajo, no es del todo aventurada: como en un viaje, al escribir, tendremos siempre alguna incertidumbre. Es verdad que el esquema, en este caso, nos servirá como una especie de mapa que nos indica las etapas sucesivas que queremos alcanzar. Pero hay que tener en cuenta de que se trata de un mapa que no posee una escala: no sabemos cuándo ni con cuanto esfuerzo podremos ir alcanzando las metas sucesivas. Quien se lanza a escribir, por lo tanto, se interna en un terreno que nunca es del todo conocido. Si lo fuera, verdaderamente, si todo lo que se fuese a decir se conociera previamente, no valdría la pena emprender la tarea. El curso de su desarrollo, por eso, suele depararnos algunos imprevistos, tanto agradables como desagradables, que tienen la virtud de indicarnos que estamos progresando en nuestra exposición.

    Sucede a veces -y con bastante frecuencia- que sólo al escribir nos damos cuenta cabal de lo que pensamos acerca de un asunto. Puede ser que hasta allí tuviéramos la sensación de que poseíamos ideas claras al respecto, pero es sólo al tratar de comunicarnos -de poner las cosas en "blanco y negro", como se dice- que comprendemos los alcances de lo que vamos a decir. A veces se descubren imprecisiones fundamentales que impiden una expresión verbal concisa; en otras ocasiones se percibe que hay más de una idea básica en lo que aparentemente se veía como simple y claro, por lo que se hace necesario desarrollar las aclaraciones pertinentes, o se encuentra una nueva relación entre conceptos que hasta allí habían estado como aislados, lográndose así una mayor profundización de nuestro conocimiento sobre un tema. En otros términos, puede decirse que sólo escribiendo es que damos forma precisa a nuestro pensamiento, que lo ajustamos y concretamos, desarrollándolo también en sus conexiones internas.

    Por eso escribir es algo más que trasladar al papel las ideas preexistentes, es una labor de auténtica creación que nos permite aclarar el sentido exacto de las nociones que previamente teníamos. Al ir haciendo esto, al desarrollar y plasmar con mayor exactitud nuestro pensamiento, el trabajo se va delineando hasta adquirir la forma final que adoptará. Ello implica que hay que realizar sucesivos ajustes al plan expositivo que se hubiese elaborado con antelación, normalmente para agregarle secciones y puntos más específicos.

    A medida en que se van redactando diversas secciones de la obra, el autor -por lo general- alcanza una dinámica de trabajo que lo lleva a mejorar su ritmo de producción, a escribir cada vez con más soltura y velocidad. Cuando se llega a este punto -lo cual no ocurre inmediatamente, sino después de algunos días- hay que procurar no perder el impulso obtenido y proseguir el trabajo de un modo sistemático, sin interrupciones. Los mejores resultados, según nuestra experiencia, se logran cuando el tesista escribe regularmente, trabajando todos o casi todos los días. La constancia con que se emprenda la tarea parece una condición decisiva, indispensable para que ésta se desarrolle de un modo fructífero. Una actitud paciente, de ir resolviendo paso a paso los habituales inconvenientes es pues la más adecuada, por oposición a la precipitación de quien quiere llegar rápidamente al final del trabajo sin detenerse en sus detalles. En tal caso, cuando se actúa con superficialidad y sin una voluntad sólida, poco es lo que en definitiva puede lograrse.

    Finalmente, si el autor ha alcanzado a dominar los obstáculos que se le interponían, se comienza a trabajar de un modo rápido, en ocasiones hasta frenético, porque se llega a una compenetración muy grande con la obra en desarrollo. De este modo es que se culminan los trabajos más ambiciosos, aquellos que nos obligan a escribir multitud de páginas mediante una labor continuada, quizás difícil pero en verdad fascinante. Luego de este clímax, sin embargo, es probable que convenga hacer un alto en el camino: habrá que pasar a las ya más minuciosas y delicadas actividades de la revisión del texto. A su examen nos dedicaremos, pues, en las próximas líneas.

 

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